Friday, October 24, 2008

Una conjura

Tengo frío. Tal vez eso de andar empelota todo el día no sea una buena idea después de todo. Ya no sé cuánto tiempo llevo acá parada, pero sé que es bastante y que pasa muy lentamente. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me desperté en esta habitación. Solo sé que ya conozco estos muros que me rodean de memoria, cada esquina, cada puerta, cada mancha de pintura. Hay una ventana pero no puedo acercarme a ella y tengo que conformarme con los rayos de sol que en algunas mañanas de invierno logran deslizarse hasta mis pies.

Estoy desnuda, esperando que comience el desfile cotidiano. Curiosos, turistas, aficionados, visitantes asiduos, pasantes indiferentes ante mis carnes. Todos pasan frente a mi como una fila de penitentes. Algunos me miran fijamente y se detienen unos segundos, unos minutos; siempre en silencio. Me gusta cuando me miran fijamente, cuando me acarician con la mirada y en tan solo unos segundos vuelvo a sentir que estoy viva. Mis tetas se despiertan y piden a gritos que alguien las toque. Ya ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me puso las manos encima. Pensé que el solo hecho de exhibirme desnuda facilitaría la tarea pero parece que la gente se siente cohibida por mi desnudez y tal vez mis pezones duros apuntando al cielo como espadas afiladas no sean la mejor invitación al tacto. De cualquier manera, ya he perdido hasta las ganas.

Hay un viejo que viene a verme con frecuencia. Las primeras veces pasaba de largo sin mirarme siquiera mientras yo adivinaba, por su respiración agitada, que en realidad se moría de ganas de mirarme, de admirar mis curvas. El viejo pasaba de lago y al poco tiempo lo veía nuevamente, diminuyendo la cadencia de sus pasos a medida que se acercaba, manteniendo su mirada al frente y evitando mis formas, sin atreverse a mirarme, adivinándome, creándome a su antojo. Cuando al fin se decidió a mirarme, lo hizo con tanta fuerza que habría podido matarme o morirse. Clavó su mirada en mis ojos, ignorando mi entera desnudez, mi carne expuesta, centrándose en lo único que yo creía a salvo de la mirada ajena, desnudándome como nadie lo había hecho jamás, llegando hasta donde ni yo misma había llegado. Lo odié con todas mis fuerzas. ¡Viejo imbécil! me decía una y otra vez mientras trataba de entender. Todos se fijan en mis tetas, en mis muslos y él se pierde en mi mirada y yo me pierdo con él y nos perdemos todos, mientras el mundo deja de ser el que conocimos y toda la vida se me pasea por delante. ¿Qué hago aquí?

Un día está una en cualquier parte, libre, bruta, ajena al mundo y de pronto alguien te atrapa, te hace mil promesas silenciosas, te golpea hasta el cansancio y sientes que te desmoronas. Y después de una golpiza viene la tregua, el silencio, el dolor, la sensación de no saber quién eres, de no reconocer tu cuerpo, de extrañar la materia básica, las forma simple o la simple ausencia de forma. A mi nadie me preguntó nada. A mi nadie me dijo nada. Todo lo decidieron por mi, para mi. Habría podido terminar arrastrándome en el suelo o al borde de un acantilado, pero alguien decidió que mi destino era otro.

Ese alguien me golpeaba con fuerza y en silencio, siempre en silencio, siempre a solas. Yo pedía un milagro, una conjura y los golpes cesaban de pronto, de la misma manera que habían comenzado. Con el tiempo los golpes se fueron haciendo sutiles, casi imperceptibles, repetitivos hasta el aburrimiento. Un día cualquiera los golpes se transforman en caricias. Pasaba las horas acariciando mis muslos, recorriéndolos, primero lentamente y luego como poseído por un frenesí que me resultaba completamente ajeno. Después se obsesionaba con mi pecho, lo ponía entre sus manos, se alejaba un poco para contemplarlo desde todos los ángulos posibles y volvía a tocarme y yo pedía un milagro o una conjura cualquiera para que esas manos que antes me golpeaban hasta hacerme pedazos no me abandonaran nunca. Pero a mi nadie me preguntó nada y un día como cualquier otro me desperté y estaba en otra parte, sola, asustada, completamente perdida. Recuerdo la lluvia, el calor insoportable, el viento frío, la soledad.

Hoy estoy a salvo de la lluvia y ahora que he dejado de temerle, he empezado a extrañarla. Hace tanto tiempo que no siento las gotas de agua deslizarse por mi frente, llegando hasta mis labios, mis labios que todo lo tienen prohibido. Hoy quisiera estar bajo la lluvia y sentirme libre, pero soy tan solo una prisionera, un objeto cualquiera.

En la última semana el viejo ha venido todos los días. Si no fuera porque está demasiado viejo, pensaría que esconde oscuros propósitos criminales. Ayer vino bastante tarde, faltando poco para el cierre. Creo que quería estar a solas conmigo.

El viejo ha venido a verme hoy y por primera vez nos hemos quedado solos. He visto cómo duda, cómo avanza hacia mi y al segundo siguiente se detiene, esquivando mis ojos y dirigiendo sus pasos hacia cualquier parte. Lo miro fijamente y le pido con todas mis fuerzas que se acerque, que vuelva a mirarme como la primera vez, pero ahora él evita mis ojos y se concentra en mis pechos como todos los demás. Lo he visto deambular por la sala, intentando ignorarme y de un momento a otro sus ojos se llenan de una determinación que nunca antes he visto. Mis ojos han vuelto a encontrar sus ojos, señalando el camino hacia mi, imponiéndolo. Lo he visto acercarse mientras se frota las manos, mientras los murmullos en las piezas vecinas se hacen cada vez más lejanos. Siento cómo su respiración se acelera y mi corazón de piedra comienza a dar saltos en mi pecho. Cuando ya lo tengo frente a mi, él esquiva mi mirada y extiende sus brazos. Sus manos acarician mi vientre y lentamente llegan hasta mis tetas. El viejo, lleno de culpa, baja la mirada mientras aprieta mi carne como si quisiera prolongar el instante al infinito. Luego retira sus manos y las esconde, como si se tratara de un niño que acabara de cometer una fechoría. Sus ojos quedan fijos en el letrero que reposa a mis pies. Lo lee en voz alta y entiendo, al fin, por qué hace tantos años que nadie me toca:

“Por favor no tocar y abstenerse de tomar fotografías con flash”

Paris, 24 de octubre de 2008

Wednesday, October 15, 2008

Mil Silencios

A veces siento que odio algunas cosas. A veces me siento fascinado por aquellas que odiaba minutos antes. A veces me odio y a veces me idolatro. A veces pienso que todo esto es normal, que las personas podemos cambiar de parecer cuantas veces queramos pero a veces siento que no debería cambiar y veo a la variedad como una fragilidad de mi carácter y vuelvo a odiarme, cada vez con más fuerza, y quisiera castigarme, darme una lección y al minuto siguiente vuelvo a quererme y me prometo grandes cosas para el futuro y me lleno de regalos y salgo a caminar y doy gracias por todo lo que me rodea y me siento único y afortunado hasta que le realidad me alcanza de nuevo y al mirarme en el espejo lo único que encuentro es el fracaso y el miedo de estar vivo se apodera de mi y deseo morir con todas mis fuerzas porque solo en la muerte estaré a salvo de los cambios, porque sé que desde la muerte no puedo volver, porque sé que no puedo estar muerto hoy y vivo mañana. Y así, pensando en esas cosas tan raras y tan negras me voy a la cama y después de unas cuantas vueltas logro dormirme y me olvido de todo, porque afortunadamente, siempre he tenido el sueño fácil y profundo. A veces sueño que vuelo. Estoy en el borde de un abismo y tengo miedo. Quiero saltar y sé que no tengo el valor para hacerlo. Algo dentro de mi me dice que es un sueño y que puedo saltar, que nada puede pasarme. Sin embargo, también hay algo me dice que esta vez puede ser real y que puedo hacerme daño. Afortunadamente siempre decido saltar y afortunadamente siempre se trata de un sueño. Caigo rápidamente durante varios segundos y siento el vacío que me recorre a toda velocidad y en el momento menos pensado estoy volando. A veces también vuelo en aviones como todo el mundo.

Tal vez la única que me entiende es Raquel. Me encanta como suena su nombre. A veces paso las horas pronunciándolo, primero lentamente, luego rápido, a veces lo murmuro y a veces lo grito y parece que fuera un regaño, Raquel, Raquel, Raquel, y ella se ríe y me dice que estoy loco y yo sonrío porque me encanta cuando Raquel me dice que estoy loco. Ella puede decirme lo que quiera porque todo es hermoso cuando sale de su boca. A veces quisiera tener una boca como la de Raquel y que la gente pensara que todo lo que digo es hermoso y poder decir muchas cosas y que la gente sonriera y que la gente no volteara la espalda y que la gente siguiera a mi lado. Pero cuando estoy sin ella la gente no me oye, la gente hace como si yo no existiera y a veces creo que dicen que es mejor no mirarme, que es mejor hacer como si no me oyeran y yo me ahogo en mis gritos y pido su atención y quiero que me miren y que me oigan y alguien dice que estoy loco y me siento muy triste porque yo no estoy loco, porque yo solo soy feliz cuando soy el loco de Raquel.

Le primera vez que la vi fue en una fiesta. Ya no me gustan las fiestas pero antes me gustaba bailar y hacía bromas con todos y la gente se divertía y yo era feliz. Ahí estaba ella. Yo solo tuve que estirar mi mano y en cuestión de segundos su mano era la mía y en cuestión de minutos nos prometimos la vida y Raquel me dijo que se llamaba Raquel y yo le dije mi nombre y le prometí quererla siempre y ella me creyó y me prometió quererme siempre.

A veces le tengo miedo al silencio. Es como si pudiera oír mis pensamientos. No me gusta lo que pienso y por eso trato de huirle, de esconderme pero entre más me escondo, más lo oigo. Parece que me siguiera por todas partes, a toda hora. Cuando menos pienso me volteo y él esta ahí, mirándome fijamente y en tan solo unos segundos empiezo a oír mis pensamientos y oigo mi corazón y mis pulmones llenándose de aire y mis pasos en un corredor vacío y oigo hasta los rayos de luz que golpean las paredes y de pronto todo se convierte en una sinfonía y yo lo único que quiero es huir y un diccionario me dice que el silencio es la falta de ruido y sé que estoy jodido porque también detesto el ruido. Corro hacia sus brazos y Raquel me habla al oído. Una palabra suya es capaz de espantar mil silencios y de ahogar todos los ruidos. Me duermo en sus brazos y cuando despierto sé que ella se ha ido e intento llorar. Sé que es inútil porque a Raquel no le gusta verme llorar. Ella me dice que los hombres no lloran y yo tengo que esconderme porque a mi me gusta llorar y cuando lloro siento que no soy un hombre o que soy menos hombre que aquellos a los que no les gusta llorar.

Salgo a buscarla. Las calles parecen desiertas. No sé que hora es pero creo que todo el mundo duerme. Me encanta caminar por las calles cuando sé que todo el mundo duerme. Es tal vez en esos momentos en los únicos en los que me siento realmente poderoso. Llego a pensar que soy invencible y emprendo todo tipo de aventuras. Pero hoy no tengo tiempo de embarcarme en ninguna aventura. Tengo que encontrar a Raquel. He visto estas calles millones de veces y las conozco como si fueran parte de mi. Se que a partir de la casa amarilla tengo que dar veintitrés pasos antes de llegar a la esquina y me divierto contándolos, a veces de manera ascendiente, a veces descendiente como quien anuncia un conteo final, como si mis veintitrés pasos fueran realmente importantes. Al llegar a la esquina sé que debo continuar hacia la derecha, caminar doscientos treinta y cuatro pasos hasta llegar al numero siete que es mi numero de la suerte. No puedo evitarlo pero cada vez que veo el número siete me siento afortunado y siento que debo detenerme. Siempre es lo mismo y a veces me digo que no, que es ridículo detenerme en el mismo lugar y me digo que esta vez no voy a parar pero hay algo que me lo impide y sin darme cuenta estoy nuevamente frente al número siete sin saber cómo he llegado hasta acá y sin saber siquiera por qué debo detenerme. Simplemente me detengo. Cuando hay alguien a mi alrededor finjo que he olvidado algo, llevo mi mano al bolsillo y hago como si buscara cualquier cosa. A veces también miro el reloj, pero desde hace algunos meses que no lo uso por lo que en ocasiones me sorprendo observando mi muñeca desnuda. Después de unos segundos la misma fuerza que me obligo a detenerme me obliga a reanudar la marcha y después de dar tres pasos ya ni siquiera recuerdo al número siete y olvido por completo que me he detenido. Es como si se tratara de un paréntesis inevitable.

Dos cuadras hacia el sur hay una casa que no encaja en el paisaje. Me digo que tal vez está tan perdida como yo y trato de imaginar el lugar al que pertenece. Sé que es un ejercicio inútil porque nunca he salido de estas calles y cualquiera que sea el lugar que imagine, siempre estará despojado de toda realidad. Dejo de contar los pasos y camino rápidamente como si alguien me estuviera persiguiendo. Me gusta creer que me persiguen, me siento importante y juego a esconderme, a perderme y a veces me pierdo de verdad y no sé dónde estoy. Me dan ganas de llorar pero los hombres no lloran entonces me aguanto y camino sin rumbo hasta encontrar algo que me sea familiar y que pueda indicarme el camino de regreso.

Hoy estoy buscando a Raquel. Sé que ella me está esperando. Por eso me apuro y comienzo a caminar más rápido. Con solo pensar que pronto estaré frente a ella mis problemas desaparecen y olvido hasta que existo. Es que cuando Raquel me mira yo soy invisible, aparezco y desaparezco a mi antojo, a su antojo. Soy grande o pequeño, gordo o flaco, poco importa porque Raquel me quiere tal como soy, aunque a veces esté feo y sucio. Lo único que Raquel no me perdona es que deje de afeitarme. Dice que mi barba pica y que si quiero besarla tengo que afeitarme y yo me afeito contento, aunque afeitarme me duela y me aburra y lo hago soñando con sus besos y pensando que cuando no pico Raquel me besa con más fuerza. Pero hoy tengo tanto afán de encontrarla que no me afeité. Salí de mi casa como un loco, como el loquito de Raquel y ahora sé que ella no dirá nada, sé que se quedará mirándome fijamente y que pasará su mano por mi barbilla mientras sonríe de medio lado como solo ella sabe hacerlo y yo estiraré mis labios al máximo para que ella pueda besarme sin que pique y después la apretaré fuerte y ella me dirá que me quiere y yo evitaré preguntarle por qué se ha ido porque sé que ella tampoco tiene la respuesta. Nunca he sido bueno con las preguntas. A veces Raquel se pone brava y me dice que no me intereso en ella lo suficiente y yo le digo que ella es lo único que me interesa en la vida. Ella sonríe porque sabe que es cierto, que yo no pregunto porque no sé cómo preguntar pero que en el fondo me basta con mirarla a los ojos para saberlo todo, para saber cuando ella necesita un abrazo porque ha tenido un mal día, para saber que quiere contarme algo y yo lo único que tengo que hacer es mirarla fijamente y sonreír y decirle que la entiendo y ella comenzará a contármelo todo y yo solo tendré que escucharla. Solo ella sabe cuánto me gusta escucharla.

Por momentos me cuesta reconocer mi vida. Todo ha cambiado tanto. Llevo dos meses sin trabajar y me parece imposible creer que alguna vez fui bueno par algo. Raquel no para de decirme que tengo que volver a trabajar, que todos estarán felices de recibirme nuevamente y cuando ella dice “todos” yo no sé a quiénes se refiere y “todos” me parece una palabra tan larga y tan ancha que llego a pensar que todo cuando existe y ha existido queda comprendido en ella y me da miedo de solo pensar que “todos” esperan mi regreso. En mi caso el regreso es imposible. Para volver hay que haber estado y hay que haberse ido y yo no recuerdo ni la estancia ni la partida. Solo recuerdo el miedo, el miedo de perderlo todo, cada día, cada mañana, sentir que estoy parado sobre un castillo de naipes que en el momento menos pensado se viene abajo, que alguien viene para anunciarme que todo ha terminado y que debo empezar nuevamente, en otra parte y yo no sé cómo ni dónde empezar y pienso en Raquel y lleno mis días con su olor, con su sombra, con sus ojos y sé que por la noche volveré a dormirme en sus brazos y todo estará bien hasta la mañana siguiente cuando el miedo vuelva a invadirme. Pero eso es el pasado. Hoy busco a Raquel y sé que voy a encontrarla y sé que esta vez tendré todas las respuestas que busco.

He decidido sentarme frente a ella. No hay nadie a nuestro alrededor, solamente el silencio y el viento que me abraza. Si, el viento me abraza y yo sé que es Raquel que se sirve de él para abrazarme. Hemos pasado mas de media hora en silencio y de un momento a otro mis miedos empiezan a disiparse. Empiezo a entender. Cierro los ojos y sé que cuando los abra, la realidad vendrá a rescatarme y volveré a ser quien era, volveré a ser el loquito de Raquel y no el loco que la gente evita por las calles. Abro los ojos y todo se vuelve claro y el abrazo de Raquel deja de ser un abrazo y vuelve a ser solo viento, viento frío. Veo su nombre escrito en la piedra y entiendo el por qué de sus silencios.

Hoy he regresado a casa tomando el mismo camino que todos los días desde hace dos meses. No me detuve en el número 7. Tampoco he contado mis pasos. Tampoco han bastado unas cuantas vueltas para alcanzar el sueño pero al dormir, he vuelto a soñar que estoy al borde de un abismo. He vuelto a saltar y he vuelto a volar. Mañana cuando despierte sé que no tendré miedo y que tendré mil silencios que llenar con su recuerdo porque desde que se ha ido, mis mejores momentos son esos silencios en los que solo puedo pensar en ella.

Paris 14 de octubre de 2008.

Mátame Despacio

Algunas personas tienen el privilegio de poder culpar al alcohol de sus actos, y digo privilegio porque no hay nada más reconfortante que el pretexto perfecto, la excusa que redime los actos impropios y que proporciona un falso pero necesario alivio de conciencia. Sin embargo, éste nunca fue, o si acaso en muy raras ocasiones, el caso de Roberto.

Había visto desde niño los efectos devastadores del trago sobre la personalidad. Fue testigo de la violencia y la decadencia que una copa de más puede provocar y fue, en la medida de lo posible, moderado. En su adolescencia vio como todos sus amigos se convertían uno a uno en pequeños borrachines ridículos. Vio vidas romperse, encantos desaparecer y demonios que emergían del pico de una botella. No, el trago no sería nunca un refugio en su vida.

Es tal vez por eso que siempre tuvo que asumir sus errores como propios, sin tener siquiera la posibilidad de compartir la responsabilidad y sintiendo cómo el peso de sus actos lo devoraba lentamente, como la peor de las resacas, martillándole la cabeza y el alma, recorriendo sus extremidades y dejándolo inmóvil sobre las sábanas que, todavía húmedas, recordaban el extravío de la noche anterior.

Fue tal vez para mejorar su propia idea de si mismo que un día decidió que lo mejor, era convertir al alcohol en su mejor cómplice. Si bien nunca llegaría a ser un borracho consumado, por lo menos podría fingirlo y con un poco de talento, lograría hasta convencerse a sí mismo de que el responsable no era otro que el alcohol. Comenzó a fingir borracheras donde no las había, teniendo cuidado de jamás caer en el ridículo, llevando la exaltación hasta la frontera de lo permisible y dejando siempre la sensación de abrirse, de extrovertirse como por milagro. Al principio la estrategia dio resultado y se dio cuenta de que fingiendo un estado etílico, podía abrir la boca más de lo debido y decir las pequeñas barbaridades que solo son aceptadas cuando vienen de alguien que ha bebido un poco.

Una noche, al salir del trabajo se dio cita en un bar con sus colegas. Después de unas cuantas copas de champaña, la decisión de seguir con la fiesta no se hizo esperar y sin darse cuenta, terminó en casa de uno de sus subalternos. Llegó con una botella de vodka que, según dijo, quería beber hasta el final. En realidad solo tomó un vaso y de vez en cuando volvía a servirse jugo de naranja, convenciéndose de que no era el primero sino el quinto vodka. Sentada a su lado, Verónica empezaba a resultarle atractiva. Haciendo uso de su recientemente adquirida confianza, empezó a preguntar lo que no se pregunta mientras ella respondía lo que no se responde.

No puede afirmarse que lo hicieran deliberadamente pero la realidad es que se despidieron al mismo tiempo. Salieron del departamento y ya en la calle, el silencio empezó a dominar la escena. Haciendo uso de sus facultades de seductor abandonadas desde hacía varios años, Roberto lanzó la frase que para un buen entendedor constituye una propuesta inequívoca.

- Es temprano aún, no quiero irme a dormir. Además hoy tengo permiso.

Su mujer empezaba a aceptar que los viernes después del trabajo, era una necesidad perentoria salir a tomar con sus colegas. Cualquier excusa era buena y ella soportaba tener que pasar la noche del viernes sola frente a un televisor mientras Roberto serpenteaba por los bares de la ciudad con sus colegas o con quién quisiera seguirle el paso.

Verónica entendió el mensaje y sin que fuera necesario insistir, respondió con la invitación esperada.

-Vamos a mi casa, está a veinte minutos caminando.

Empezaron a caminar por los bulevares llenos de actividad. El fumando un cigarrillo detrás de otro mientras ella hablaba de cualquier cosa. Los últimos minutos antes de llegar a su casa caminaron bajo la lluvia, lo cual lejos de ser un inconveniente, se convirtió en la excusa perfecta para quitarse la ropa. Y de hecho se la quitaron y ya desnudos pudieron besarse, acariciarse, devorarse sin restricciones, sin complejos, disfrutando él de la culpa de saber que en casa su mujer lo esperaba y ella de saber que al otro lado del mundo su marido, a quien había dejado tan solo hace algunos meses con la esperanza de reunirse nuevamente la imaginaba durmiendo.

Pasaron la noche juntos y ese fue tal vez el primero de los errores cuya responsabilidad trataría él de endilgar al alcohol. Se despidió sin mayores efusiones e incluso evitó intercambiar los números de teléfono. De cualquier manera se verían el lunes en la oficina. Durante la semana que siguió, la mensajería electrónica dejó de ser una herramienta de trabajo para convertirse en una plataforma erótica. Cada mensaje superaba al precedente y cada palabra hacía que fuera aún más difícil disimular la turbación. Cualquier encuentro casual frente a la maquina de café corría el riesgo de degenerar en explosiones poco pudorosas y el solo hecho de oír su voz en el pasillo desataba en él un deseo incontenible de besarla, de cerrarla en sus brazos.

Todo en ella empezaba a generarle una fascinación inexplicable. Su afición por el cine de horror, su colección interminable de revistas especializadas en la materia, los afiches de viejas películas ochenteras que recubrían su habitación, la blancura casi macabra de sus muslos y la perversidad con la que se desbocaba al hacer el amor, volviéndose cada vez más loca y a la vez más niña, más pura, la contradicción entre su sexo ardiente y sus ojos diáfanos que en cuestión de segundos se endiablaban y decían “mátame despacio” y la risa infantil que llegaba siempre después del orgasmo mientras ella se enroscaba como una serpiente y él, taciturno, fumaba un cigarrillo a su lado mientras seguía atento el ritmo de su respiración.

“Mátame despacio” decía ella en la euforia del amor, esperando que él la liberara de algo, de todo, que la llevara de la mano hasta el infierno porque sabía muy bien que en el cielo no hay cabida para las almas como la suya. Pero pasado el amor, los ojos que pedían la muerte se volvían de hielo y venían las distancias que ella imponía como quien no quiere la cosa, dejándolo en la posición que más detestaba en la vida: el que persigue.

Pasaron dos semanas. Intentó todo cuanto pudo para propiciar un encuentro y lo único que obtuvo fueron evasivas. Durante dos semanas se sumó a todas las celebraciones y rondas de bares organizadas por sus colegas, siempre con la esperanza de que ella también se encontrara presente. Siempre en vano. Después de varias rondas se dio cuenta de que su pretendida borrachera abandonaba el terreno de la impostura para volverse real y recurrente. Era claro que estaba perdiendo el control de sí mismo y que tarde o temprano tendría que retomar las riendas de su vida. “Mátame despacio” resonaba en su cabeza, aniquilando todo lo que le rodeaba. Ahora solo existía ella, ella y esos ojos que lo decían lentamente, pidiéndolo, casi ordenándolo, como un susurro, como un secreto inconfesable: má-ta-me!

Pasaba los días frente a su computador, simulando trabajar cuando en realidad lo único que hacía era pensar en ella. Su estado de ánimo se degradaba con cada minuto que pasaba y a los pocos días se sorprendió a si mismo tomando las medidas propias de un adolescente despechado. Empezó a evitarla, a hacer todo cuanto fuera posible para no tener que trabajar con ella, para no pasar frente a su oficina, para no encontrársela frente a la máquina de café. Nada daba resultado por lo que en lugar de seguir utilizando técnicas pueriles, decidió que lo mejor era obedecer.

El viernes por la tarde le mandó un mensaje que decía: “esta noche te mataré tan despacio como quieras”. Dos minutos después recibió la respuesta: “te espero en mi casa a las nueve”.

Pocos minutos después de ingerida la dosis, Verónica se llevó las manos a la cabeza. Intentó buscar algo para el dolor pero el se lo impidió. Todo terminará pronto, le dijo. Ella se estaba marchitando rápidamente. Su sensualidad dio paso al vómito, a pequeñas convulsiones rodeadas de pequeños lamentos. El la miraba sin moverse.

-Me quemo por dentro, no puedo respirar.

Roberto se acerco, le tomó la mano y le aseguró que todo terminaría muy pronto. Mentía. Sabía muy bien que la agonía sería lenta y dolorosa y sabía también que ahora era él quien tenía el control de la situación.

-Dijiste mátame despacio, y créeme que estoy haciendo lo mejor que puedo.

Verónica levantó la mirada un instante y en sus ojos la incredulidad dio paso al espanto. Fue en ese momento en el que se dio cuenta de que en realidad la estaban matando. Sentía cómo la vida se le iba escapando. Quiso gritar pero no tuvo la fuerza.

Roberto puso sus labios sobre los de ella y aspiró profundamente.

-Tranquila, le dijo. Todo acabará pronto, y supo que no estaba mintiendo porque su aliento despedía el olor de las almendras amargas.

Paris 9 de octubre de 2008