Wednesday, October 15, 2008

Mátame Despacio

Algunas personas tienen el privilegio de poder culpar al alcohol de sus actos, y digo privilegio porque no hay nada más reconfortante que el pretexto perfecto, la excusa que redime los actos impropios y que proporciona un falso pero necesario alivio de conciencia. Sin embargo, éste nunca fue, o si acaso en muy raras ocasiones, el caso de Roberto.

Había visto desde niño los efectos devastadores del trago sobre la personalidad. Fue testigo de la violencia y la decadencia que una copa de más puede provocar y fue, en la medida de lo posible, moderado. En su adolescencia vio como todos sus amigos se convertían uno a uno en pequeños borrachines ridículos. Vio vidas romperse, encantos desaparecer y demonios que emergían del pico de una botella. No, el trago no sería nunca un refugio en su vida.

Es tal vez por eso que siempre tuvo que asumir sus errores como propios, sin tener siquiera la posibilidad de compartir la responsabilidad y sintiendo cómo el peso de sus actos lo devoraba lentamente, como la peor de las resacas, martillándole la cabeza y el alma, recorriendo sus extremidades y dejándolo inmóvil sobre las sábanas que, todavía húmedas, recordaban el extravío de la noche anterior.

Fue tal vez para mejorar su propia idea de si mismo que un día decidió que lo mejor, era convertir al alcohol en su mejor cómplice. Si bien nunca llegaría a ser un borracho consumado, por lo menos podría fingirlo y con un poco de talento, lograría hasta convencerse a sí mismo de que el responsable no era otro que el alcohol. Comenzó a fingir borracheras donde no las había, teniendo cuidado de jamás caer en el ridículo, llevando la exaltación hasta la frontera de lo permisible y dejando siempre la sensación de abrirse, de extrovertirse como por milagro. Al principio la estrategia dio resultado y se dio cuenta de que fingiendo un estado etílico, podía abrir la boca más de lo debido y decir las pequeñas barbaridades que solo son aceptadas cuando vienen de alguien que ha bebido un poco.

Una noche, al salir del trabajo se dio cita en un bar con sus colegas. Después de unas cuantas copas de champaña, la decisión de seguir con la fiesta no se hizo esperar y sin darse cuenta, terminó en casa de uno de sus subalternos. Llegó con una botella de vodka que, según dijo, quería beber hasta el final. En realidad solo tomó un vaso y de vez en cuando volvía a servirse jugo de naranja, convenciéndose de que no era el primero sino el quinto vodka. Sentada a su lado, Verónica empezaba a resultarle atractiva. Haciendo uso de su recientemente adquirida confianza, empezó a preguntar lo que no se pregunta mientras ella respondía lo que no se responde.

No puede afirmarse que lo hicieran deliberadamente pero la realidad es que se despidieron al mismo tiempo. Salieron del departamento y ya en la calle, el silencio empezó a dominar la escena. Haciendo uso de sus facultades de seductor abandonadas desde hacía varios años, Roberto lanzó la frase que para un buen entendedor constituye una propuesta inequívoca.

- Es temprano aún, no quiero irme a dormir. Además hoy tengo permiso.

Su mujer empezaba a aceptar que los viernes después del trabajo, era una necesidad perentoria salir a tomar con sus colegas. Cualquier excusa era buena y ella soportaba tener que pasar la noche del viernes sola frente a un televisor mientras Roberto serpenteaba por los bares de la ciudad con sus colegas o con quién quisiera seguirle el paso.

Verónica entendió el mensaje y sin que fuera necesario insistir, respondió con la invitación esperada.

-Vamos a mi casa, está a veinte minutos caminando.

Empezaron a caminar por los bulevares llenos de actividad. El fumando un cigarrillo detrás de otro mientras ella hablaba de cualquier cosa. Los últimos minutos antes de llegar a su casa caminaron bajo la lluvia, lo cual lejos de ser un inconveniente, se convirtió en la excusa perfecta para quitarse la ropa. Y de hecho se la quitaron y ya desnudos pudieron besarse, acariciarse, devorarse sin restricciones, sin complejos, disfrutando él de la culpa de saber que en casa su mujer lo esperaba y ella de saber que al otro lado del mundo su marido, a quien había dejado tan solo hace algunos meses con la esperanza de reunirse nuevamente la imaginaba durmiendo.

Pasaron la noche juntos y ese fue tal vez el primero de los errores cuya responsabilidad trataría él de endilgar al alcohol. Se despidió sin mayores efusiones e incluso evitó intercambiar los números de teléfono. De cualquier manera se verían el lunes en la oficina. Durante la semana que siguió, la mensajería electrónica dejó de ser una herramienta de trabajo para convertirse en una plataforma erótica. Cada mensaje superaba al precedente y cada palabra hacía que fuera aún más difícil disimular la turbación. Cualquier encuentro casual frente a la maquina de café corría el riesgo de degenerar en explosiones poco pudorosas y el solo hecho de oír su voz en el pasillo desataba en él un deseo incontenible de besarla, de cerrarla en sus brazos.

Todo en ella empezaba a generarle una fascinación inexplicable. Su afición por el cine de horror, su colección interminable de revistas especializadas en la materia, los afiches de viejas películas ochenteras que recubrían su habitación, la blancura casi macabra de sus muslos y la perversidad con la que se desbocaba al hacer el amor, volviéndose cada vez más loca y a la vez más niña, más pura, la contradicción entre su sexo ardiente y sus ojos diáfanos que en cuestión de segundos se endiablaban y decían “mátame despacio” y la risa infantil que llegaba siempre después del orgasmo mientras ella se enroscaba como una serpiente y él, taciturno, fumaba un cigarrillo a su lado mientras seguía atento el ritmo de su respiración.

“Mátame despacio” decía ella en la euforia del amor, esperando que él la liberara de algo, de todo, que la llevara de la mano hasta el infierno porque sabía muy bien que en el cielo no hay cabida para las almas como la suya. Pero pasado el amor, los ojos que pedían la muerte se volvían de hielo y venían las distancias que ella imponía como quien no quiere la cosa, dejándolo en la posición que más detestaba en la vida: el que persigue.

Pasaron dos semanas. Intentó todo cuanto pudo para propiciar un encuentro y lo único que obtuvo fueron evasivas. Durante dos semanas se sumó a todas las celebraciones y rondas de bares organizadas por sus colegas, siempre con la esperanza de que ella también se encontrara presente. Siempre en vano. Después de varias rondas se dio cuenta de que su pretendida borrachera abandonaba el terreno de la impostura para volverse real y recurrente. Era claro que estaba perdiendo el control de sí mismo y que tarde o temprano tendría que retomar las riendas de su vida. “Mátame despacio” resonaba en su cabeza, aniquilando todo lo que le rodeaba. Ahora solo existía ella, ella y esos ojos que lo decían lentamente, pidiéndolo, casi ordenándolo, como un susurro, como un secreto inconfesable: má-ta-me!

Pasaba los días frente a su computador, simulando trabajar cuando en realidad lo único que hacía era pensar en ella. Su estado de ánimo se degradaba con cada minuto que pasaba y a los pocos días se sorprendió a si mismo tomando las medidas propias de un adolescente despechado. Empezó a evitarla, a hacer todo cuanto fuera posible para no tener que trabajar con ella, para no pasar frente a su oficina, para no encontrársela frente a la máquina de café. Nada daba resultado por lo que en lugar de seguir utilizando técnicas pueriles, decidió que lo mejor era obedecer.

El viernes por la tarde le mandó un mensaje que decía: “esta noche te mataré tan despacio como quieras”. Dos minutos después recibió la respuesta: “te espero en mi casa a las nueve”.

Pocos minutos después de ingerida la dosis, Verónica se llevó las manos a la cabeza. Intentó buscar algo para el dolor pero el se lo impidió. Todo terminará pronto, le dijo. Ella se estaba marchitando rápidamente. Su sensualidad dio paso al vómito, a pequeñas convulsiones rodeadas de pequeños lamentos. El la miraba sin moverse.

-Me quemo por dentro, no puedo respirar.

Roberto se acerco, le tomó la mano y le aseguró que todo terminaría muy pronto. Mentía. Sabía muy bien que la agonía sería lenta y dolorosa y sabía también que ahora era él quien tenía el control de la situación.

-Dijiste mátame despacio, y créeme que estoy haciendo lo mejor que puedo.

Verónica levantó la mirada un instante y en sus ojos la incredulidad dio paso al espanto. Fue en ese momento en el que se dio cuenta de que en realidad la estaban matando. Sentía cómo la vida se le iba escapando. Quiso gritar pero no tuvo la fuerza.

Roberto puso sus labios sobre los de ella y aspiró profundamente.

-Tranquila, le dijo. Todo acabará pronto, y supo que no estaba mintiendo porque su aliento despedía el olor de las almendras amargas.

Paris 9 de octubre de 2008

1 comment:

E. Rueda-C. said...

Joder! qué bueno!
Esto es de tu cosecha Juangui? porque si es así, me estoy aficionando a un nuevo escritor...
Un abrazo!